jueves, 2 de julio de 2009

Análisis de las elecciones parlamentarias argentinas - Parte 1


Antes de empezar a analizar el resultado de las elecciones argentinas del domingo pasado creo que me toca hacer dos aclaraciones.

La primera es que la viví desde fuera, ergo no voté, ni viví minuto a minuto los resultados de boca de urna, ni las declaraciones de los candidatos y chupamedias de turno, ni toda la parafernalia y fauna que normalmente acompañan un acto electoral. Eso me da una cierta objetividad pero además me aleja un poco del paño, lo cual puede hacer que mi opiniones se vean distorsionadas en mayor o menor medida por la distancia. De hecho, me enteré del resultado el lunes por la mañana, cuando al levantarme puse la tele -como todas las mañanas, para despabilarme y escuchar los primeros acordes de la agenda de cada día-, y ya se hablaba de la derrota de Cristina Kirchner -como cambia la perspectiva desde fuera, ¿no?, acá no se habla casi del presidente en funciones mientras que allá fue él quien prácticamente monopolizó la campaña-, pero ni seguí el minuto a minuto ni me desvelé para acompañar el recuento.

Segunda salvedad, que soy simpatizante del PRO. Digo simpatizante porque no soy votante, ni militante -qué término más kitsch-. Simplemente me gusta que ganen y pido el voto por ellos cuando me hacen la cándida pregunta de "...Ay no sé... ¿a quién voto?...", como mi vieja el sábado por la noche, cuando mi respuesta fue "...Michetti, a full, Michetti..."

¿Los motivos? Básicamente uno solo: que no creo que se trate, como dicen sus críticos, de una panda de nenes bien que se distraen un rato de jugar al polo para jugar al político. Lo que más me atrae del PRO es el hecho de que, por fin, en la política Argentina exista un partido que se presente como un grupo de gestores eficientes, y punto. No se presentan a sí mismos como los futuros próceres que salvarán al país de las garras del capital apátrida, como sí lo hacen los papanatas estos que gobiernan. Evitan el discurso petardo y engolado de lucha contra el imperialismo. Se ahorran tirar del manual del pequeño sindicalista ilustrado para crear un clima emotivo con frases de los años cuarenta sobre los "compañeros", "gorilas" y "oligarcas". No. Hablan de mejorar cosas concretas, de poner y sacar, de hacer y deshacer, de números, de presupuesto, de déficit, de tasas. Punto. Claro que al argentino medio, acostumbrado a los discursos megalómanos, le parecen unos derechistas fríos y sin corazón. Pero la política hoy es eso.

Desde mi punto de vista, el PRO es un -buen- síntoma de que existe una lenta maduración en el sistema político argentino, que salimos de a poco del redil de los partidos de masas con discursos estériles sobre la lucha de clases y sobre de qué forma todos se complotan contra el trabajador y nos adentramos en el terreno de lo que es la política hoy en cualquier país al que le van las cosas bien: el ciudadano vive, trabaja y tributa, el estado recauda, administra y provee y el político es elegido para gestionar dicho estado, punto pelota.

El hecho de que De Narváez diga ser peronista es, creo, un hecho coyuntural de la campaña. En la provincia existe una regla no escrita por la cual nadie que no cante la dichosa marchita de combatiendo al capital puede ganar. Habrá que ver lo que hará cuando, ojalá, le toque gestionar. Por otra parte, la cosa es muy distinta en la ciudad. A la tendencia, inaugurada por Ibarra, de los jefes de gobierno jóvenes y cancheros que putean y se comen un choripán en la Costanera, Macri le da el plus de ser un tipo que gestiona, que maneja números, no conceptos del materialismo dialéctico. ESO, amiguitos, es un político hoy en día. Que si "los compañeeeeeros", que si "el generaaaal"... ¡andá a cagar! Haceme el túnel, hacé que me pasen a buscar la basura, ordename el tránsito, construime el subte. No quieras "plantarle cara a los oligarcas", boludo, eso es de otra época, de los años '60 y '70, cuando tus viejos iban a la universidad y escuchaban Pastoral. Los argentinos pensamos que eso sigue siendo así, pero es parte de nuestro mundo fantástico, enterémonos: ESO YA NO EXISTE EN NINGÚN LADO.

A la gente se le pone dura cuando oye hablar de Obama o de Merkel. ¿Por qué les puede ir bien a ellos? Porque parten de una base -léase un estado que funciona, un conjunto de normas claras, un diseño institucional claro y más o menos sensato- y a partir de eso pueden desarrollar su programa, pero la base, señores, la base no se toca. Un problema grave que existe, creo, en América Latina es que cada tipo nuevo que llega pretende tocar la base, replantear desde cero todas las reglas de juego. Por eso nos va como el orto, porque cada presidente nuevo pretende repensar el estado desde su visión trasnochada del mundo y no sabés para qué lado tirar. Especialmente con Kirchner, esa idea de que la riqueza siempre es malhabida -salvo la propia, por supuesto- lo lleva a querer trastocar la base existente, a reformular el concepto de para qué hay un estado. No vas a inventar nada nuevo, Lupín, ya se sabe para qué sirve un estado y si no sabés, buscalo en Wikipedia. Esa es la base. Sin ella, vamos a la deriva -como evidentemente vamos-.

La política en el mundo hoy en día, la política de donde las cosas funcionan bien, requiere un tipo más o menos como Macri, por eso me gusta. ¿Que si es un "rico empresario" -no olvidemos que uno de los principales puntos del imaginario de los argentinos es la fantasía peronista del pobre bueno vs. rico malo-? ¿Que si su equipo tiene vicios de gestiones anteriores? ¿Que si "se hizo rico en los '90" -por cierto, me va a merecer un post aparte analizar la demonización de la década del '90 por parte de los hipócritas bienpensantes argentinos medios-? ¿Y qué? ¿Necesitamos a un político, o a la Madre Teresa de Calcutta? Lo dice lúcidamente Caparrós cuando critica nuestra tendencia al "honestismo": ¿acaso les exigimos a los políticos que sean inmaculados, perfectos, beatos, santos y tengan la poronga de medio metro? ¿Tanto nos queremos reflejar en ellos que necesitamos que sean perfectos?

En el próximo post, al ajo, una palabras sobre porcentajes, escaños y partidos, que es lo más divertido.

miércoles, 1 de julio de 2009

Se murió Peña

"Se murió Peña."

Fueron las tres palabras lapidarias, redondas, contundentes, con las cuales me enteré de que se había muerto Peña. Mi vieja me llamó y me dijo "Se murió Peña". Fue un golpe en seco, inesperado. Como cuando salís una noche sin esperar nada y acabás curtiéndote a alguien. Como cuando a alguien le da un jamacuco en un restaurant. Así, sin anestesia, sin ambages, un golpe que no te da tiempo a reaccionar y te da de lleno en la jeta.

Acababa de llegar a casa después de laburar, cansado, como siempre, dispuesto a hacer mil cosas que tengo pendientes, como siempre, aprestándome a yacer en el sofá y sedarme a base de un cocktail de programas idiotizantes y House -la tele española me prodiga esos contrastes-, también como siempre.

Mi primera reacción fue decirle "No me jodas... qué pena más grande...". Me salió del alma, aunque procuré encajarlo como un hombrecito. Porque mi vieja no me decía que Peña se había muerto únicamente para informármelo, no. Me llamaba también para compartir conmigo su propia pena.

Y me llamaba a mí porque YO había sido quien le había presentado a ese monstruito, a esa bestia sobrehumana, genial y furibunda. YO la había introducido en ese submundo de fantasía, terror y comedia descarnizada. YO era quien la empujaba a ir a verlo al teatro cuando andaba por Buenos Aires y estaba en cartel. YO era el culpable.

En nuestras conversaciones, Peña era una referencia habitual, como una nota al pie de página, una disgresión, una intertextualidad. Cuando hablábamos del hermano gay de la vecina modelo-gato que vive en el primer piso de su edificio, salía la referencia a Roberto Flores; cuando soltaba una viejada, de esas tan poco habituales en ella, salía de mí a reprocharla Sabino; y así sucesivamente.

Por eso, lo que sentíamos era que no solo se moría uno de los artistas más grandes que teníamos. Para nosotros, también se había muerto una parte de nuestra relación como madre e hijo. Era por eso que me llamaba para comentármelo. Era como si me dijera "se murió tu gata" o "vendí la casa de San Martín". Una parte de nosotros se esfumaba para siempre, eso sí, una parte que nunca pudimos tocar, ni poseer en un sentido material, sino algo que era de los dos pero de ninguno, algo que no existía de verdad, pero sí.

Se murió un genio, un agent provocateur, modelo, anti-modelo, héroe, villano, alguien que, de conocerme, posiblemente me habría despreciado y a quien, de haberlo conocido, posiblemente me habría dejado mudito, intimidado, paralizado. Lo único que nos queda de él ahora es un enorme archivo y un recuerdo. Nos hizo la última trastada, se murió. Shall be missed.

*Nota: me niego rotundamente a ilustrar esta nota con la típica foto de Peña señalando hacia arriba con una mano y hacia abajo con la otra, ya recontravisto en mil websites.